(Obra de Fernando Maldonado)
Revelaciones
Por Gonzalo Márquez Cristo
La aguzada percepción de un artista que navega por varios cauces de la plástica, desde el dibujo y la pintura, hasta la escultura y la ilustración, advierte que la sobre exposición del cuerpo por parte de lo mediático y lo virtual amenaza la extraordinaria existencia del erotismo en la Tierra, y constituye una temeraria avanzada que nos aproxima inexorablemente a su desaparición.
Si vivimos la post-historia como algunos teóricos han llamado a este tiempo servil, debemos habituarnos por tanto a la ausencia del hombre como concepto y resignarnos al reino donde el sujeto parece haber encontrado su extinción, su suicidio filosófico; o en caso contrario, fecundar —como lo hace Fernando Maldonado— una opción donde el cuerpo impere colmado de los signos que por milenios lo han convertido en un espacio tan perturbador.
Primero fue el arte abstracto el que hace un siglo promulgó su abolición y en estas últimas décadas, vigías de otra forma de su agonía, debimos presenciar como el cuerpo fue atrapado en el estadio de lo explícito, de lo hiperreal, de lo fácilmente expuesto. Y así, si le creemos a Roland Barthes, nuestra sexualidad se encontró anulada por la aparente libertad que nuestra sociedad propala: por la "ausencia de represión". Esas ventanas y rendijas por donde observa el espectador a las figuras pintadas por Maldonado, aquellos cuerpos femeninos sorprendidos en sus rituales privados, no son otra cosa que el intento de recobrar una formulación prohibida, de decirnos que estamos espiando algo proscrito para recuperar al evasivo erotismo, para crear dentro de nosotros ese dique que intensifica las fuerzas transgresoras de lo imaginario.
En la pintura de Fernando Maldonado los personajes padecen de una soledad que no transige sino con la muerte. Sus imágenes pintadas asiduamente desde una perspectiva imposible, donde se suman dos o más puntos de fuga que le conceden su alta violencia estética, dejan muchas veces percibir en las sombras de sus adustos hombres y de sus deleitosas mujeres, agujeros luminosos que nos recuerdan la omnipresencia de la muerte, de su ojo solar siempre acechante, de su sigilo ineludible. La metáfora de la sombra perforada, tan cara al artista, es una seña sobrecogedora y halla su desbordamiento si evocamos la sentencia de Edmond Jabès inscrita en El libro de las preguntas, que podría ser sin lugar a dudas una excelsa definición de toda pintura: “los colores son los gritos de la sombra”. Un alarido luminoso, un canto que retrae a las tinieblas...
Las figuras de Maldonado parecen avizorar la lejanía, se enfrentan serenas al destierro interior, y en realidad expresan su ser amurallado, su presencia inaccesible. Las estancias en donde las sorprendemos enfatizan su condición de objeto y aquellos seres ensimismados se exponen a nuestra contemplación, porque el pintor quiere potenciar nuestra mirada, decirnos que ellos son lo expuesto, pues jamás advierten que los observamos —y allí radica una de las claves de su inquietante pintura—, debido a que por ese artilugio de inocencia, por ese distanciamiento singular, nos convertirnos en el sujeto que espía, en el voyeur que presencia un acto privado, que revela una soledad irreductible o que elucida un oráculo íntimo.
Lo teatral habita esta pintura propiciadora, tal vez porque el barroco ha dejado su herencia en este universo intimista, pues como lo señalara André Malraux en Las voces del silencio, la “pintura quiso ser un teatro sublime”, o en verdad, un drama sin devenir, que acontece fuera del tiempo, en lo alto del momento, porque “el instante es la más desnuda soledad en su valor metafísico” (Bachelard).
Los ritos siempre devienen en simple representación, y como es sabido, nuestra sociedad en su hartazgo ha hecho del cuerpo un escenario sin misterio, una estricta referencia expuesta, consumible, obscena, desmedida, sin su fulminante poder transgresor. Hemos descubierto que en la desconfiscación del deseo, en la entronización mediática de lo corporal, existe un calabozo más temible para el placer que en los oscurantismos inventados por las más crueles religiones. La devastación del cuerpo no fue un producto del cerrojo cristiano que periclitó la opción de su goce sino de la escalada del hombre de nuestros días empeñado en desnudarlo hasta el hastío. Édouard Manet en 1866 cuando pintó “El origen del mundo”, no podría imaginar que aquella desmesurada transparencia con la que se comenzaba a plasmar el sexo femenino terminaría por poner en peligro las raíces del deseo y ocasionaría un viraje en la concepción de nuestra sexualidad.
La exploración de Maldonado no ha tenido tregua. Después de haber pasado durante su primera década creativa por lo que podría llamarse un “futurismo religioso”, recurrente en vírgenes galácticas y profetas citadinos, se adentró en un universo de "Levitantes", donde la magia se celebra, en el cual algunas plantas como el peyote y la sábila producen maravillosas composiciones, o donde peces anaranjados flotan en jaulas rústicas para el asombro del contemplador.
En ese periodo seres que controlan extraños poderes protagonizan sus cuadros. El Don Juan de Castaneda es secretamente evocado y lo chamánico funda una realidad alterna, como si asistiéramos a una religión que aún no podemos aprehender. La “salida en sí mismo” promulgada por Artaud encuentra en esa fase su exuberante escenario. Y complementando ese universo de poder interior, esa obsesiva búsqueda de lo sagrado, este artista, quien bebiera en la fuente del surrealismo y del expresionismo, profundizó febrilmente en atmósferas urbanas captando pasajeros en buses y fijando escenas interiores de gran belleza, consolidándose como uno de los más notables pintores en el desarrollo de los ambientes urbanos en esta patria incierta. Y es aquí —es importante mencionarlo— durante esta exploración, cuando eclosiona un elemento que iría a caracterizar gran parte de la obra que realizaría después, un poderoso signo transversal en su plástica: la interpictoridad, la desacralización que realiza frecuentemente de grandes obras del arte abstracto y conceptual del siglo XX, utilizándolas como alfombras, cortinas o prendas en sus cuadros; sistemática profanación artística, donde sus víctimas son piezas de Frank Stella o Kasimir Malevich, de Mondrian y Kandinsky, degradadas por el arco del humor, a un plano exclusivamente ornamental.
Aunque en aquella prolija "serie urbana" la referencia de Edward Hooper parece inevitable, es necesario hacer al respecto ciertas precisiones. La ambientación de la urbe y el intimismo impenetrable de sus personajes es a veces coincidente, pero Maldonado adiciona a la búsqueda del gran pintor estadounidense una impronta surrealista, unos elementos mágicos inquietantes, un color local de singular cromatismo y la certidumbre de oficiar una denuncia de la farsa promulgada por el arte abstracto, que alcanza aquí un poder corrosivo.
Posteriormente irrumpe su homenaje al cosmos lúdico primigenio, y mientras recordamos que hemos perdido la infancia pero no su poderío, los niños en estas obras son sorprendidos en sus ensoñaciones, y completamente ajenos al malabarismo que realizan sus juguetes, siguen abstraídos, sin poder advertir que los aviones y las muñecas de madera emprenden una rebelión, un vuelo misterioso en su entorno, una fascinante renuncia de la gravedad.
Fiel a su calidad de voyeur inventa la serie la "ventana mágica" y retrata importantes personajes de su admiración donde sobresale un ciego —Borges— observando atentamente la hora en su reloj de pulso. La ironía protege estas aventuras artísticas. El acento expresionista en sus figuras reviste contundencia. Las mujeres perturban, excitan y con desaire observan el horizonte... No encuentro el rictus de la desolación en estos seres, sino la indiferencia que concede una serenidad iniciática.
Por último, y para culminar este asedio a una obra incalificable, de una gran riqueza pictórica y onírica, donde autos antiguos flotan y el sueño propone su otra realidad tan generosa a los románticos, donde el surrealismo deja elementos inesperados y una zoología lúdica, donde la sombra es puesta en entredicho por el poder de esa sombra mayor que es la luminosa muerte, donde todos somos vigías de la soledad por el solo hecho de que el cuerpo ha emprendido un exilio del que quizá jamás pueda retornar, el artista bogotano decidió adentrarse en un universo que podríamos denominar sin ser imprecisos el “Oráculo Moderno”. Aquí sus personajes indefensos, obnubilados, empequeñecidos por su cotidiana existencia, se prosternan ante los televisores y los computadores para orar, para esperar de ellos una señal que pueda hechizarlos, intentando evadir así su inútil realidad. Porque —pareciera decirnos—, los seres de nuestro tiempo son tan insignificantes que ya no acuden al oráculo de Delfos para encontrar la revelación, ni para leer la sabia sentencia “conócete a ti mismo”, sino que obliterados ante los nuevos “medios de incomunicación” proclaman un “desconócete a ti mismo”.
Y es por ello que para Maldonado la pintura continúa su febril pretensión de liberarse, de oficiar la sorpresa, y este desprendimiento le concede un colorido denodado, unos cambios de planos más radicales y fecundos. La pincelada es ahora más simple, más precisa y violenta como una cicatriz, más difícil como una incisión en el cielo. Y de pronto todos los elementos que el artista ha conquistado, los mundos que consagrara en su ardua labor de seis lustros se vinculan, se fusionan para entregarnos el fulgor de una obra radical que nunca acepta que lo sagrado haya perdido su dominio.
Y mientras somos sacrificados al nuevo y ubicuo tótem todos los pasajeros del mundo, ni siquiera necesitamos de un templo enigmático o de un Chac Mool para que los sacerdotes ultimen a las víctimas porque la ceremonia ocurre pasivamente en nuestros lechos. Los dioses nuevos como los antiguos se alimentan de carne. La voracidad es tan visible que se hace relevante reiterar el postulado del inconmensurable despojamiento del cuerpo que se vislumbra en este atardecer existencial.
“¿Será que ningún dios, ni el del puro pensamiento, puede existir sin sacrificio humano?”, se preguntó con desesperación la filósofa María Zambrano. Pero Maldonado —como muchos integrantes de esta heroica resistencia— sabe que aquello es imposible y seguirá oponiéndose con su pintura a la inmolación generalizada que se practica en homenaje a las nuevas deidades, cuyas fauces rectangulares son las de la incandescente pantalla —desde donde oscuros demiurgos tiranizan nuestras ideas y socavan nuestros sueños, como aciagos productores de la “verdad” en el mundo—, porque si dejara de hacerlo el cuerpo se desvanecería y con él nuestra oportunidad de que el erotismo nos reinvente noche a noche en la transgresora majestad de su nada.
Fernando Maldonado. (Bogotá, Colombia, 1962). Pintor, Dibujante y Escultor. Estudió Bellas Artes en la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Representó a Colombia en el Salón Comparaisons de París, Francia (2008), y en la VI Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, Ecuador (1994).
Entra sus exposiciones más importantes sobresalen: Revelaciones, Galería Casa Gallery, Bogotá (2009); Ventana mítica, Galería Casa Cuadrada, Bogotá (2008); y sus muestras individuales en la Galería Alonso Arte, Bogotá (2004); Biblioteca pública Virgilio Barco; Casa de la Cultura de Quito (2003); XII Feria Internacional de Arte de Binningen, Suiza (2003); Galería Arte Balboa, Panamá; Galería la Cometa, Bogotá (1997); Cámara de Comercio de Medellín (1996) y Galería Arte Autopista, Medellín (1995).
Obra suya en: